Por Pedro García
Además de un Reporterazo, Hugo del Río era un apasionado cinéfilo. Y un estudioso de las epopeyas. Pero lo que no sabía de él eran sus dotes de tritón.
Una tarde, su enorme cuerpo rompió las serenas aguas de una alberca en una finca campestre y comezó a bracear, al estilo libre, mientras el compacto grupo de periodistas que compartíamos una tertulia quedamos pasmados, empanicados por el atrevimiento de Hugo quien minutos antes había dado cuenta de varios platillos de la comida norteña que nos había brindado otro recordado amigo, Rolando Guzmán.
Sin más, Hugo se despojó de las prendas que no le eran imprescindibles para arrojarse y se lanzó. ¡Splash! Su cuerpo abrió las aguas, desplazó líquido en un volúmen equivalente a su peso: fue y vino a lo largo de la alberca con un ritmo armónico de un nadador consumado, sin pataleo anárquico.
Del susto pasamos al asombro por la maestría de Hugo en la natación; al cabo de unos minutos del refresco abandonó el estanque mostrando un nivel de recuperación impresionante, es decir, su respiració no estaba agitada.
Decía, al principio, que Hugo del Río era un estudioso de las epopeyas. Apenas le interrogaba, por ejemplo, sobre la batalla de Stalingrado y el querido reportero desparramaba datos, nombres; lo mismo sobre la batalla de Trafalgar y muchas más. Hugo recorría las calles del centro regiomontano a pie y no dudaría en identificar la huella de sus pasos en las azarosas banquetas, donde la fealdad de los baches no compiten con el estampado eterno de las suelas típicas del Reporterazo de Monterrey que lograra destacar en los medios nacionales.
¡Hasta pronto, Hugo!