Eloy Garza
Por fin el Congreso de Nuevo León paró en seco lo que para ellos es uno de los peores excesos del gobierno del Bronco: decir pendejadas. Al aprobar la Ley para la Promoción de la Legalidad meten en cintura a tanto lépero que tenemos la lengua de carretonero. No se trata de una ley mordaza aunque parezca. Y por lo pronto, solo aplica a servidores públicos. Los demás mortales podemos, de momento, seguir jodiendo.
Pero ya entrado en gastos, nada impide que nuestros mojigatos legisladores locales, extiendan pronto la veda verbal a toda la bola de cabrones que decimos chingaderas o, en buen español, palabras altisonantes. Ese temor (no solo mío), se disiparía, si nuestros diputados locales fueran mínimamente cultos o cuando menos ilustrados.
Cualquiera de ellos que leyera obras clásicas españolas como el Quijote, La Celestina, o los poemas de Quevedo (cosa más insólita que dudosa), se toparía con tanto “hijo de puta”, “cabrones” y lindezas semejantes, que les pondría los pelos de punta. En realidad, el lenguaje lo crea la misma gente. Y contra el pueblo no hay censor que valga.
Además, las palabras altisonantes no suelen tener sinónimos decentes. Cuando de alguien decimos que es “pendejo” no lo acusamos de padecer alguna enfermedad mental, simplemente es una persona que, al margen de su inteligencia, profiere u actúa con evidente y ostentosa barbaridad. Es decir, mete la pata. Otros términos soeces tienen un impacto tan vibrante, que sirven de desahogo para quien lo expresa: “chinga tu madre” es una expresión catalizadora excepcional, a la que muchos son afectos.
Hace décadas, en el gobierno federal existía la función del censor burocrático. Formaba parte del organigrama de la SEP. Su importantísima tarea consistía en leer los periódicos matutinos y detener su circulación si se topaba con algún texto obsceno, impúdico, o que perturbara las buenas costumbres de la gente de bien.
Tantas barreras puritanas se derrumbaron, cuando el gobierno entendió que los periodistas suelen escribir como habla la gente. Y aunque digan lo contrario, cuando los propios diputados quieren hacerse entender, utilizan ese mismo lenguaje. ¿O acaso hay uno que no conozca o deje de usar esos vocablos floridos?
Claro: en estos temas espinosos siempre se pone a los niños por delante, como carnada. Las malas palabras son nocivas para la niñez y no debemos inculcarle a los menores malos ejemplos. Pero pueden estar tranquilos. Los chamacos nos dan las veinte y las malas a los adultos en giros léxicos. Se las saben de todas, todas.
Así que nadie se preste a engaño. El único secreto de las palabras altisonantes consiste en saberlas decir en el contexto oportuno: que tengan gracia y encanto suficiente. De otra manera, sonarán burdas al receptor. Pero bien dichas, bien aplicadas, las malas palabras son el antídoto ideal contra la solemnidad que, como decía Renato Leduc, es la seriedad de los pendejos. Sin indirectas a nadie, cabe aclarar.