Aquiles Córdova Morán
En la famosa “Carta del Atlántico”, firmada por Churchill y Roosvelt en agosto de 1941 en representación de Estados Unidos e Inglaterra, se garantiza enfáticamente, entre otras cosas, “el derecho que tienen todos los pueblos a escoger la forma de gobierno bajo la cual quieren vivir” y, sobre esa base, una paz permanente que habría de proporcionar “a todos los hombres de todos los países una existencia libre, sin miedo ni pobreza”. Fue un pronunciamiento oportuno y bien meditado contra el cual no cabía objeción alguna; era la síntesis del sueño que la humanidad ha acariciado desde hace mucho tiempo, tal vez desde que el mundo es mundo. Sin embargo, ahora se ve con toda claridad, sus firmantes tenían poca o ninguna intención de cumplir sus promesas; su único interés era ganar para su bando la simpatía de la opinión pública mundial y asegurarse la participación a su lado del poderío económico y militar de la entonces Unión Soviética, garantizándole pleno respeto para el modelo de sociedad que había escogido 24 años antes, para lograr el rápido desarrollo de su pueblo.
En efecto, no bien terminó el conflicto mundial, los firmantes de la “Carta del Atlántico” se olvidaron de sus promesas y comenzaron a manifestar abiertamente su verdadero credo económico y político, el que habían venido elaborando y puliendo cuando menos desde principios del siglo XIX, es decir, la doctrina liberal que postula la democracia de partidos y la elección de los gobernantes mediante el voto popular, como la forma de gobierno más acabada, o menos imperfecta, creada por el hombre hasta hoy; la defensa de los derechos humanos; las libertades individuales, en particular la libertad de conciencia, de opinión y de manifestación pública de las ideas; y por encima de todo, el derecho de propiedad (la propiedad privada) y el derecho de libre empresa. Todo esto constituye, según eso, la forma de sociedad que mejor se adapta a la “naturaleza humana”, la que garantiza el desarrollo del individuo y permite armonizar sus intereses con los de la colectividad, salvaguardando e impulsando ambos sin inclinarse jamás por uno solo de ellos. Es, por lo tanto, la única organización social a la que puede y debe aspirar el hombre, con exclusión de cualquier otra distinta. Este fundamentalismo liberal está en la base del discurso que el presidente norteamericano, Harry S. Truman, pronunció en marzo de 1947, en el cual enunció la doctrina de la confrontación total con el “comunismo ateo”.
De este fanatismo liberal se desprenden dos conclusiones: primera.- es un derecho y un deber de las naciones “democráticas” propagar por todo el mundo esta doctrina del “american way of life” y luchar por su implantación práctica; segunda.- todo aquel (individuo, doctrina o país) que se oponga, debe ser considerado un enemigo de la humanidad y, por tanto, debe ser combatido por todos los medios posibles, incluido el uso de las armas. De aquí nació la llamada “guerra fría” (cuya acta de nacimiento se considera, precisamente, el discurso de Truman) y su definición clásica, aceptada